La existencia de un modelo de desarrollo basado en la explotación de recursos energéticos y minerales para la exportación, el extractivismo, constituye uno de los factores que más incide en la violación de los derechos de los pueblos indígenas. Este es el problema de fondo detrás de los diferentes episodios registrados en diferentes estados del país, incluyendo la reciente detención de indígenas y líderes pemones en el estado Bolívar.
La noción de desarrollo legitimada por el extractivismo, constante para los diferentes gobiernos venezolanos de las últimas décadas, es que el desarrollo supone crecimiento económico, en primer lugar, lo cual se alcanza por medio del aumento de las exportaciones y la atracción de la inversión extranjera ligada a los sectores más dinámicos de nuestra economía, los hidrocarburos y minerales. Este crecimiento, según esta lógica, generará efectos de derrame en el bienestar de la población por medio del empleo y el consumo. En nuestro caso este crecimiento es mediado por la apropiación intensa y eficiente de los recursos energéticos. La razón economicista, en los hechos, se jerarquiza sobre otras dimensiones, como el impacto sobre la naturaleza y las poblaciones que viven alrededor de los diferentes yacimientos. La mayoría de las iniciativas extractivas en el país se adelantan sin ningún tipo de consulta popular previa a quienes se verán afectados y afectadas. Tampoco se realizan los necesarios estudios de impacto ambiental.
Los 35 pueblos indígenas del país viven en tierras caracterizadas por una amplia diversidad biológica y mineral, lo cual las hace apetecibles tanto para desarrollar grandes proyectos de agricultura y ganadería como de sustracción petrolera, gasífera y de otros recursos como carbón, oro, coltán y diamantes, entre otros. Esta es una de las razones de peso por la cual el proceso de demarcación de tierras, una obligación a corto plazo establecida en la Carta Magna, se encuentra literalmente paralizada. De acuerdo a fuentes oficiales a octubre de 2009, sólo se han otorgado 40 títulos que benefician a 73 comunidades ubicadas en Anzoátegui, Apure, Delta Amacuro, Monagas, Sucre y Zulia, de seis pueblos indígenas (Kariña, Pumé, Jivi, Cuiva, Warao y Yukpa). Esto significa que en once años de vigencia de la Constitución, sólo se ha demarcado aproximadamente 2,4% de los territorios de los pueblos y comunidades indígenas del país, quedando pendiente 97,6% de las demarcaciones.
La paralización de este proceso por falta de voluntad política es lo sustantivo en el conflicto que diferentes comunidades indígenas de la Sierra del Perijá, estado Zulia, han venido protagonizando en los últimos años, y que incluso ha generado víctimas fatales y líderes yukpa encarcelados. Las organizaciones no gubernamentales que han acompañado las demandas, como la Sociedad Homo et Natura, están siendo sometidas al hostigamiento y la criminalización.
Además de la paralización en la titularización de tierras indígenas y la negativa a respetar el precepto constitucional que faculta a las comunidades originarias de legislarse según sus propias tradiciones, un segundo problema tiene que ver con la contaminación de los suelos, el agua y el aire a consecuencia de los procesos industriales extractivos. Un ejemplo de esta situación es la comunidad Kariña de Tascabaña, estado Anzoátegui, cuya principal fuente de agua está contaminada por emisiones de gas metano residuales de pozos petroleros. La comunidad resiste entre el estoicismo y el chantaje, pues como hemos corroborado en visita al poblado, la gente tiene temor que la denuncia de la contaminación genere las represalias de PDVSA, quitando los beneficios que la estatal ha venido brindando a sus habitantes.
Una tercera situación, no menos dramática, es el impacto cultural y económico que supone la existencia de yacimientos cerca de las comunidades indígenas. Ante la erosión de los suelos, mermando la producción de los conucos, y la contaminación de las aguas, limitando la pesca, las minas aparecen como la única fuente estable de ingresos económicos la cual, además, permitirá el acceso simbólico a la civilización mediante el consumo. El enfrentamiento de los pemones contra los militares que trabajaban la minería de manera ilegal tiene, como una de las demandas, dar la posibilidad que las comunidades aborígenes se beneficien de la comercialización del oro. No podemos olvidar que la posibilidad que pemones y otras etnias ejerciten la minería de manera artesanal traería aparejada, con alta probabilidad, la contaminación por mercurio. Morir de hambre o por intoxicación es el dilema a resolver ante la ausencia de reales políticas oficiales para garantizar sus derechos.
Diferentes organizaciones de derechos humanos han visibilizado el hecho que los pemones, tras desarmar a funcionarios de la Guardia Nacional el pasado mes de mayo, estén siendo juzgados bajo el fuero militar constituyendo un golpe a la Constitución, la cual claramente establece que la justicia militar es para los uniformados. Por ello lo inmediato es denunciar y detener el proceso de criminalización a las comunidades indígenas que resisten las consecuencias del extractivismo.
Rafael Uzcátegui
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