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2 feb 2016

Biopiratería: La biodiversidad y los conocimientos ancestrales en la mira del capital


Servindi.- Los conocimientos ancestrales que aún mantienen diferentes pueblos indígenas en el mundo, son robados por empresas transnacionales que los patentan y los comercializan en un fenómeno denominado biopiratería. A este tema se consagra una publicación con una diversidad de aportes compilado por Alberto Acosta y Esperanza Martínez.
Se trata del libro Biopiratería: La biodiversidad y los conocimientos ancestrales en la mira del capital en el que los autores destacan cómo esta forma de piratería ahora se consolida con acuerdos asimétricos, como los Tratados de Libre Comercio (TLC), que institucionalizan la usurpación de conocimientos en nombre de un inexistente libre comercio.
Se trata de conocimientos que luego regresan en forma de paquetes tecnológicos o de recetas incuestionables e irrepetibles, es decir, patentadas. Esta ha sido y es la práctica imperial que ha dominado y domina el mundo.
Quienes desean acceder a la publicación completa, publicada el 2015, pueden hacerlo con un clic en el siguiente enlace, compartido por el portal Biodiversidad en América Latina y el Caribe:

A modo de prólogo: Los coletazos del colonialismo senil

Alberto Acosta
12 de mayo de 2015

Serían, sin embargo, más felices
si solamente fueran charlatanes
y no también camorristas, como lo son,
que por un quítame las pajas,
arman feroces peloteras, y muchas veces,
a fuerza de porfiar,
la verdad se les escapa de las manos.

Erasmo de Rotterdam,
El elogio de la locura (1511)
Con la expansión del capitalismo europeo del siglo XVI, en medio de crecientes rivalidades entre las potencias hegemónicas de entonces, se potenció la piratería. Los corsarios, que contaban con financiamiento y con la “patente de corso” de sus Estados y en su beneficio, atacaban a los navíos enemigos y se quedaban con una parte de la carga. Los piratas propiamente dichos trabajaban por cuenta propia. Y entre ellos podríamos distinguir a los filibusteros y a los bucaneros que, de una u otra manera, buscaban hacerse de riquezas asaltando los buques o los puertos. Corsarios, piratas, filibusteros o bucaneros fueron una suerte de avanzadillas de las transnacionales contemporáneas, en tanto se desplegaban por el mundo conocido entonces, tratando de lucrar a como dé lugar de las múltiples oportunidades de “negocio” que ofrecían la conquista y la colonización.
Aunque poco conocido es el capítulo del robo de semillas y conocimientos ancestrales, la biopiratería ya era una práctica en esas épocas. Estas prácticas de apropiación indebida de conocimientos están documentadas en las acciones de los conquistadores e inclusive de varios de los famosos piratas y corsarios. Hoy su accionar se mantiene con otras formas.
Joan Martínez Alier (2012 diciembre 14) se pregunta ¿qué significa la biopiratería? Y responde: “se trata de una práctica extendida sobre todo a partir de la colonización europea, mediante la cual los misioneros, los representantes de los Estados, los encargados de las empresas, los biólogos y los antropólogos dan a conocer y se aprovechan de los conocimientos ancestrales” de campesinos indígenas sobre plantas medicinales y agrícolas para su explotación económica, sin reconocer ni remunerar a quienes poseen esos conocimientos ancestrales.
“Los españoles, por ejemplo –nos dice Martínez Alier–, se llevaron de América las semillas y el conocimiento de la papa, el maíz, el jitomate, sin dar ni las gracias, y se llevaron también muchas toneladas de corteza del árbol de la quina o cascarilla y el conocimiento de sus efectos contra las fiebres. En la actualidad, empresas o investigadores extranjeros patentan esos conocimientos; la ayaguasca, por ejemplo. De la India –sigue Joan– se llevaron conocimientos sobre el arroz basmati y sobre las propiedades del árbol del Nim, y quisieron patentarlas”. Se conocen intentos famosos de biopiratería disfrazados de contratos de bioprospección. Y Joan concluye con un cálculo monetario para dar incluso un cariz crematístico a su argumentación: se calcula que África pierde al año 15 000 millones de dólares por los pagos no recibidos de empresas que patentan conocimientos agrícolas y medicinales indígenas.
En concreto, de sir Francis Drake, uno de los corsarios más afamados, hasta Monsanto, Syngenta, Bayer y otras empresas que siguen usurpando semillas y conocimientos ancestrales, y que buscan atar a los campesinos y agricultores a sus paquetes tecnológicos de transgénicos, hay un hilo conductor: el deseo de acumular capital, sea de forma irregular, como lo hacían los piratas, o sea protegidos por los gobiernos y sus leyes, como los corsarios.
De esta manera, aunque la piratería todavía se mantenga en algunos lugares, su ocaso en los mares no significó su fin. La biopiratería, desembozada o no, ilegal o no, se mantiene presente en el mundo de la ciencia y la tecnología. Y ahora se consolida con acuerdos asimétricos, como los Tratados de Libre Comercio (TLC), que institucionalizan la usurpación de conocimientos en nombre de un inexistente libre comercio, conocimientos que luego regresan en forma de paquetes tecnológicos o de recetas incuestionables e irrepetibles, es decir patentadas. Esa ha sido y es la práctica imperial que ha dominado y domina el mundo.
De la capacidad que tengamos para proteger los conocimientos ancestrales de este tipo de atracos, legales o no, para liberar a las semillas y a los conocimientos ancestrales de la dominación biotecnológica para la acumulación de capital, dependerá nuestro futuro. Eso implica, para empezar, echar abajo aquella charlatanería tecnocrática, repetida cansinamente por gobernantes progresistas y neoliberales, que a fuerza de porfiar en las ventajas indiscutibles de la ciencia y la tecnología nos mantienen atados a prácticas que aseguran la colonización imparable de la vida en función del capital.
Es común asumir al progreso tecnológico como un elemento siempre al servicio de la Humanidad. Poco se dice sobre las contradicciones que este puede generar en el ámbito de la inequidad social, la degradación ambiental, el desempleo y subempleo, y otros elementos que ponen en peligro la continuidad de la vida comunitaria en el planeta. Este cuestionamiento no margina las ventajas que se pueden obtener de los avances tecnológicos, pero sí quiere superar visiones ingenuas y hasta simplonas con las que se reciben a los “avances tecnológicos”. Véase, a modo de ejemplo, lo inútiles que han sido la “revolución verde” o los transgénicos como herramientas para erradicar el hambre.
En suma, hay que tener la capacidad de entender lo que representan los elementos fundacionales de aquella idea de progreso y civilización dominantes aún. Ideas que han amamantado al desarrollo, convirtiéndolo en una herramienta neocolonial e inclusive imperial.
Entonces, sin menospreciar los avances científicos y tecnológicos genuinos, debemos aceptar que gran parte de la ciencia y la tecnología –comprada o simplemente pirateada– norma la organización de nuestras sociedades. En este contexto surge el pobre discurso del bioconocimiento como alternativa, pues más que desarrollarlo o fomentarlo supone crear condiciones para la apropiación. Es un esfuerzo reiterado de mercantilización a ultranza, que inclusive llega a mercantilizar el clima o los genes mismos. El papel de Yachay e Ikiam está en esta línea. Se presentan como centros de investigación, pero seguramente serán reserva de recursos genéticos, o patio trasero para la investigación de las transnacionales; es decir, nuevas formas de extracción de recursos primarios. Parece que se ha aceptado que todo se compra, todo se vende. Así, para alcanzar el paraíso del desarrollo prometido –en nuestro caso por el sendero del extractivismo–, debemos obtener el conocimiento de manos de las naciones poderosas y sus empresas, inclusive negando el potencial de nuestros propios conocimientos y prácticas ancestrales.
Bien sabemos que el camino seguido para alcanzar el inalcanzable desarrollo ha sido complejo y subdesarrollador. Sabemos bien que los resultados obtenidos no resultaron satisfactorios por la búsqueda misma de ese desarrollo. A pesar de que es evidente la inutilidad de seguir corriendo detrás del fantasma del desarrollo, todavía hoy se sigue insistiendo en la necesidad de copiar a los países que consideramos exitosos y que, en realidad, como con claridad afirma José María Tortosa (2011), están mal desarrollados. Y en ese empeño, haciéndole el juego a los grandes intereses transnacionales, no solo que se abre la puerta a la megaminería o se amplía la frontera petrolera, sino que se apuesta simplonamente por los agrocombustibles y los transgénicos, al tiempo que se quiere propiciar la mercantilización de los conocimientos ancestrales. Todo se mide en resultados monetarios, en la posibilidad de incrementar la tan cacareada productividad, en la certeza de la acumulación del capital.
Resulta frustrante constatar que ese empeño se expande en Ecuador incluso en contra de avances constitucionales que han sido asumidos internacionalmente como cimientos para una transformación civilizatoria; por ejemplo, los Derechos de la Naturaleza, o la prohibición de los cultivos y las semillas transgénicas. En la lista de retrocesos está una nueva ronda de reformas a la Constitución, en la cual se incluirían temas que permitirán consolidar el modelo de piratería previsto con los TLC y los requerimientos transnacionales en materia de propiedad intelectual. Cediendo posiciones a las demandas de la piratería del siglo XXI, como lo exige un TLC con la Unión Europea, ya se trabaja en nuevas enmiendas constitucionales para echar abajo la protección de los conocimientos ancestrales o colectivos. Según la Constitución de Montecristi, estos conocimientos están protegidos por derechos imprescriptibles, inembargables, inalienables y no patentables. El Gobierno pretende ahora que las comunidades autoricen a terceros el acceso y uso de conocimientos tradicionales, previo a su consentimiento libre e informado: esto les permitiría participar en la distribución de los supuestos beneficios que –según el régimen– se lograrían por su mercantilización. El empeño oficial apunta a normar el funcionamiento del mercado de dichos conocimientos, abriendo la puerta a las patentes como una herramienta para frenar la biopiratería, dirán. En realidad, a través de dichas prácticas mercantiles se beneficiará a los corsarios modernos.
Esta posibilidad de patentar los conocimientos ancestrales –que se analiza desde diversos ángulos en el presente libro de la serie sobre los debates constituyentes, que editamos con Esperanza Martínez desde el año 2009– podría implicar un retroceso para una cantidad de derechos constitucionales. Y por esa razón se precisa abrir la puerta a un amplio debate. Esto es lo que se busca con esta publicación.
Para empezar, el libro arranca con un análisis de lo que representan los derechos ancestrales y su protección en la Constitución de Montecristi. Pero antes de hacerlo de manera detallada, Esperanza Martínez nos recuerda que el conocimiento se construye con la interacción de muchas personas, viviendo en comunidad. Es más, se trata de un conocimiento que circula libremente en las comunidades, es decir entre las culturas existentes. Reconociendo que el conocimiento y la cultura son construcciones esencialmente sociales, nadie individualmente puede reclamar la originalidad de ningún conocimiento colectivo y, menos aún, su propiedad. Son conocimientos construidos colectivamente y diseminados de la misma manera. Su utilización, entonces, es o debería ser también colectiva. No puede darse una apropiación individual y menos aún un beneficio económico concentrador y excluyente.
A partir de este principio fundamental se construyó el marco constitucional. Uno de sus principales objetivos radica en recuperar, fortalecer y potenciar los saberes ancestrales. De esta manera, la sociedad puede gozar de los beneficios y aplicaciones de estos saberes, así como del progreso técnico. El eje de este objetivo radica en mantener, proteger y desarrollar los conocimientos colectivos de los pueblos y nacionalidades indígenas y afroecuatorianos; sus ciencias, tecnologías y saberes ancestrales; los recursos genéticos que contienen la diversidad biológica y la agrobiodiversidad; sus medicinas y prácticas de medicina tradicional; y el conocimiento de los recursos y propiedades de la fauna y flora.
En consecuencia, se prohíbe toda forma de apropiación sobre los conocimientos, innovaciones y prácticas de los pueblos y nacionalidades indígenas y afroecuatorianos. Se prohíbe, por igual, toda forma de explotación excluyente de conocimientos colectivos: ciencias, tecnologías y saberes ancestrales. Se prohíbe también la apropiación sobre los recursos genéticos que contienen la diversidad biológica y la agrobiodiversidad.
El Estado, entonces, tiene la obligación de promover los saberes ancestrales y, en general, las actividades de la iniciativa creativa comunitaria y asociativa. Es también obligatorio para el Estado recuperar y preservar los saberes ancestrales y los recursos genéticos como patrimonio del pueblo ecuatoriano, para garantizar el derecho al uso y conservación de las semillas. En este punto encaja otra prohibición, la de importar semillas transgénicas y permitir cultivos transgénicos.
En línea con lo expuesto aparecen otras amenazas desde el exterior. Esta no es una simple cuestión de percepciones. El riesgo es inminente en la medida en que el Gobierno ecuatoriano, atrapado por el desarrollismo senil, se ha adherido a un Tratado de Libre Comercio con la Unión Europea, suscrito años atrás por Perú y Colombia. Atrás quedaron los compromisos políticos adquiridos con el pueblo ecuatoriano de no dar paso a este tipo de tratados, que –como decía Rafael Correa en el año 2006– se sostienen en “la idea de que el libre comercio beneficia siempre y a todos, [pese a que esta idea] es simplemente una falacia o ingenuidad extrema más cercana a la religión que a la ciencia, y no resiste un profundo análisis teórico, empírico o histórico”.
Para discutir estos temas, el libro abre todo un capítulo en donde Catalina Toro analiza los impactos del TLC suscrito por Colombia con los Estados Unidos y la Unión Europea (UE), que son detonantes importantes de la crisis de la integración andina. La cuestión de la propiedad intelectual es un asunto complejo, no cabe la menor duda. Hasta ahora el sistema dominante se ha centrado en favorecer la acumulación de capital mucho más que en promover realmente el desarrollo tecnológico y científico. Lo que principalmente interesa a los TLC es la facilitación del acceso a recursos genéticos y el patentamiento de plantas y animales, nos recuerda Catalina Toro. Ella, además, demuestra cómo este tipo de acuerdos de “libre comercio” han dividido las posiciones en la región andina, con un grupo de países, como Colombia y Perú, que pliegan sin reparos al librecambismo y los otros que han establecido una serie de reservas.
Téngase presente que un TLC condiciona –como señala Toro– “la adhesión de los países andinos a la [Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales] UPOV 91, el Tratado de Cooperación en materia de Patentes (PCT), el Tratado sobre el Derecho de Patentes (PLT) y el Tratado de Budapest sobre el reconocimiento internacional del Depósito de Microorganismos a los fines de procedimientos en materia de patentes y su extensión en el tiempo.”
Uno de los puntos críticos tiene que ver con la introducción de este sistema de patentes, que inclusive incorpora la cuestión de los conocimientos ancestrales como uno de los puntos medulares. Esta pretensión permitiría consolidar el tradicional sistema transnacional de apropiación de conocimientos: la tan difundida biopiratería. Y por eso sorprende que ahora el Gobierno ecuatoriano esté empeñado en desmontar los logros constitucionales mencionados anteriormente, que procuran mantener los conocimientos ancestrales y la biodiversidad al margen del saqueo de las transnacionales. Catalina Toro es muy clara al concluir que si se quiere “proteger y defender la biodiversidad y el conocimiento tradicional de la biopiratería [solo será] posible mediante la no aplicación de ninguna forma de propiedad intelectual sobre cualquier forma de vida y sobre el conocimiento.” Juan Cuvi nos ofrece otro texto sugerente. Se adentra en un mundo más personal, el de la enfermedad y por ende el de la salud. Reconoce que la “relación del ser humano con la enfermedad tiene una trascendencia y un dramatismo que superan a los de cualquier otro factor de carácter natural, social, político o económico”. Y añade que “en la historia de la humanidad, la medicina –en tanto lucha contra la enfermedad– debe ser una de las primeras actividades estructuradas del ser humano”. Desde esa perspectiva entra con pie firme a analizar el modelo andino de salud, que se caracteriza por su integralidad. Ese es, según él, el meollo del asunto.
Esa integralidad permite ver la salud como “un componente inseparable de esa totalidad socio-espiritual, su interpretación y manejo incluye no solo a aquellos elementos naturales relacionados con el cuerpo, el entorno y los síntomas de la enfermedad, sino también a las instituciones sociales, a los valores culturales y a los referentes históricos de la comunidad. En estas condiciones, la enfermedad tiene orígenes multicausales: individuales, familiares y comunitarios; en tal virtud, las respuestas exigen una visión holística al proceso salud/enfermedad”. Esta realidad choca con la visión occidental biomédica incapacitada para entender y asumir esta categorización, “porque segmenta la realidad, desintegra su dinámica y parcela al individuo”.
Entonces, de lo anterior, luego de que el autor despliega los entretelones de la colonialidad del saber, en particular, se desprende la necesidad de desmontar la lógica de la industria farmacéutica, cuya estrategia de control monopólico del mercado implica “la obtención de patentes sobre medicamentos, especialmente si estos llegan a adquirir estatus estelar”. En particular sobre los conocimientos ancestrales de pueblos y comunidades que, según Cuvi, constituyen uno de los recursos más codiciados para las transnacionales del sector. No solo que investigar a partir de saberes acumulados por siglos reduce el tiempo y los costos, sino que asegura el control sobre esos conocimientos y sus derivados.
Los cambios propuestos con un TLC, sea con los Estados Unidos o con la UE, posibilitan patentar los conocimientos ancestrales y representan el cumplimiento de los requerimientos del capital transnacional, particularmente del farmacéutico, nos comenta Cuvi. Esto asegura, además, la imposibilidad de introducir medicamentos propios o alternativos (fundamentalmente genéricos) que puedan forzar a la baja los precios al consumidor. La secuela obvia es la restricción en el acceso a medicamentos para una gran parte de la población de escasos recursos y el correspondiente beneficio para las empresas farmacéuticas, grandes ganadoras de la política de salud del Gobierno. Por lo tanto, esta es “una medida que se contrapone abiertamente no solo con los intereses del país, sino con los derechos inalienables de nuestros pueblos indígenas y originarios”.
Alejandro Nadal nos invita, con un texto corto pero contundente, a ampliar la mirada. Nos propone una lectura de lo que representaría el acuerdo Trans-Pacific Partnership (TPP), que está siendo construido en respuesta a los intereses de las grandes empresas transnacionales y no en función de las necesidades de los países involucrados. Según él, el capítulo sobre patentes del TPP lo demuestra. “No solo consolida un abusivo sistema de patentes construido como obsequio para las grandes corporaciones transnacionales; también introduce mecanismos que afectarán el conocimiento tradicional de los pueblos y comunidades y otros que pueden perjudicar el medio ambiente”.
En las negociaciones del Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica, los impactos de las patentes a favor de las grandes corporaciones transnacionales serán inocultables. Silvia Rodríguez Cervantes se adentra con un análisis de lo que representa el Tratado de Budapest, teniendo como referencia el impacto sobre Costa Rica. Ella establece una serie de reflexiones que conducen a preguntas que, a su parecer, no tienen respuestas convincentes. Y expresa su desacuerdo con el otorgamiento de propiedad privada y monopólica sobre cualquier microorganismo o material biológico químico que constituyen a los seres vivos, humanos o no. Hay razones y objeciones lógicas e implicaciones éticas, que le llevan a la autora a asumir una clara posición en contra de la mercantilización de la vida misma, es decir la Naturaleza.
El análisis sobre el acceso a los recursos genéticos y sus implicaciones enriquece las páginas de este libro. Aquí el debate nos conduce al mundo de los corsarios y filibusteros modernos, al de la biopiratería. Silvia Ribeiro, una de las mayores especialistas en la materia, confronta la privatización de los conocimientos ancestrales con la vida comunitaria, y desnuda este sistema que concentra los beneficios en el Norte global y que da paso a la recolonización del Sur.
Solo esta información, presentada por la autora, sería suficiente para comprender de qué estamos hablando:
"Las medicinas tradicionales y el conocimiento indígena y local han adquirido, además de su valor intrínseco, un alto valor comercial. Aproximadamente tres cuartas partes de los medicamentos de receta derivados de plantas en el mundo fueron utilizados primero por indígenas, lo que permitió su “descubrimiento” posterior por empresas y laboratorios de países industrializados. Se calcula, según cifras de 1996, que la industria farmacéutica global tiene ganancias por más de 32 000 millones de dólares anuales gracias al uso de remedios tradicionales que incorporó a medicamentos de receta.
"Entre 1950 y 1980, las medicinas derivadas de plantas utilizadas en la industria farmacéutica significaban más del 25% de los fármacos de receta vendidos en los Estados Unidos. Actualmente, aproximadamente el 40% de las pruebas clínicas para medicamentos en Estados Unidos se basan de alguna forma en productos naturales. Se estima que el valor económico total anual de las drogas derivadas de plantas es más de 68 000 millones de dólares anuales, solamente en Estados Unidos.
Silvia nos confronta con una conclusión categórica: “El verdadero sistema para conservar y usar sustentablemente la biodiversidad y ‘compartir sus beneficios en forma justa y equitativa’ reside, entre otros puntos, en restringir toda forma de propiedad intelectual sobre seres vivos y tecnologías, y en afirmar efectiva e integralmente –es decir económica, social, política y culturalmente– los derechos indígenas, campesinos y de pueblos pescadores y forestales, incluyendo el derecho a la tierra y al territorio. Mientras esto no sea así, toda bioprospección seguirá siendo biopiratería.”
Elizabeth Bravo, otra de las investigadoras de renombre en esta materia, analiza lo que ella, con razón, considera la falacia de la repartición de beneficios. Para demostrarlo abre la puerta a un análisis de varios casos paradigmáticos, en los que se trata de transformar en mercancía a la biodiversidad y a los conocimientos asociados a su uso, teniendo como marco referencial al Convenio sobre Biodiversidad que empezó a negociarse en el seno de las Naciones Unidas desde los años ochenta, y luego el Tratado Internacional de Recursos Fitogenéticos para la Alimentación y la Agricultura. Bravo incursiona también en el caso de Ecuador, antes de analizar la mencionada falacia en la distribución de los beneficios.
En complemento con lo anterior, un trabajo colectivo de Acción Ecológica da cuenta del controvertido dictamen de la Corte Constitucional sobre el Protocolo de Nagoya. El Protocolo de Nagoya sobre acceso a los recursos genéticos y participación justa y equitativa en los beneficios que se deriven de su utilización, recordémoslo, fue adoptado en Nagoya, Japón, el 30 de octubre 2010, durante la COP 10 del Convenio sobre Diversidad Biológica. Este Protocolo, que no ha entrado aún en vigencia y en el que no ha sido posible introducir una cláusula anti biopiratería, presenta una lista de inconstitucionalidades para el caso ecuatoriano. Debe quedar claro que el objetivo del Protocolo de Nagoya no es promover las prácticas propias de los pueblos indígenas y otros pueblos portadores de derechos colectivos, sino asegurar la repartición de las aplicaciones (comerciales o científicas) que se hagan a partir de dichos conocimientos.
Nicolás Cuvi escribe poniendo los pies en la coyuntura política que se vivió en el Ecuador a comienzos de 2015, cuando circularon intenciones de reformar algunos aspectos de la Constitución de 2008. En particular, se refiere a las declaraciones realizadas hace algunos meses por el presidente Rafael Correa, sobre la posibilidad de cambiar los artículos 57.12, 322 y 402 de la Constitución, que aluden principalmente a la prohibición de apropiación de la propiedad intelectual y los productos asociados con ella mediante patentes.
En un ejercicio de provocadora honestidad intelectual, argumenta que “las meras prohibiciones no garantizan la protección de esos derechos”. En ese sentido, aboga por redefinir las políticas de regulación desde la reflexión y el diálogo con los actores involucrados, “construyendo mecanismos finos de regulación que  garanticen que su apropiación no se convierta en un expolio, y que realmente los beneficios se materialicen localmente, no en favor de monopolios, compañías y corporaciones multinacionales y/o nacionales”. En otras palabras, desde una lógica que podría asumirse como pragmática, plantea la posibilidad de incursionar en los terrenos pantanosos del mercado de los conocimientos ancestrales, asumiendo que ese sería el único camino posible en un mundo globalizado.
Nicolás Cuvi termina sus reflexiones señalando que “[habrá] que dialogar y lograr acuerdos sobre el tema, que no pasan por reformar de un plumazo la Constitución. De otro modo, quienes llevan ventaja en la carrera del bioconocimiento –corporaciones multinacionales, universidad e institutos del Norte global– serán una vez más quienes se apropien del grueso de los réditos.”
Otro campo de reflexión se centra en el libre acceso a las semillas. Este es un tema crucial. El avance de la ciencia al servicio de la acumulación del capital, en donde marchan a paso acelerado los transgénicos, ha conducido, desde inicios del siglo XX, a la pérdida de un 75% de la diversidad genética de las plantas. En la actualidad, de conformidad con datos del Ministerio de Agricultura de Alemania, el 30% de las semillas están en peligro de extinción. Mientras el 75% de la alimentación del mundo se asegura con doce especies de plantas y cinco de animales, solo tres especies –arroz, maíz y trigo– contribuyen con cerca de 60% de las calorías y proteínas obtenidas por los humanos de las plantas. Apenas el 4% de las 250 000 o 300 000 especies de plantas conocidas son utilizadas por los seres humanos. Y en este escenario, cuando el hambre azota a unos 1000 millones de personas en el mundo, vemos cómo los grandes conglomerados transnacionales de la alimentación, como Monsanto, siguen concentrando su poder a través del control de las semillas.
Este tema es abordado por La Vía Campesina con un artículo decidor que se opone a la comercialización de la biodiversidad, es decir que demanda la desmercantilización de la Naturaleza; así como por Carlos Vicente, que expresa su preocupación por el trato que se da a las semillas en tanto patrimonio de los pueblos, que tiene que estar al servicio de la Humanidad y no de la acumulación de capital; y también Germán Vélez del grupo Semillas de Colombia, que analiza cómo las leyes de semillas están aniquilando la soberanía alimentaria de los pueblos.
El esfuerzo editorial que aquí se presenta abre también espacio a una serie de estudios de caso. Aproximarse a esta interesante, compleja y muy conflictiva realidad resulta aleccionador cuando se analizan situaciones concretas. Los aportes del Grupo ETC, los artículos de Edward Hammond, Isabel Delgado y de Japhy Wilson, Manuel Bayón y Henar Diez, así como de Andrés Barreda, dan cuenta de situaciones específicas, en donde la piratería de los conocimientos ancestrales y de la biodiversidad demuestran que muchas veces la misma normativa con la que se quiere enfrentarla, abre las puertas a otras formas legalizadas de apropiación, saqueo y colonización.
En el primer caso, analizado por el Grupo ETC, se presenta el acto casi pirata de un equipo de investigadores de Venter, financiado por el gobierno de Estados Unidos, que había completado un “muestreo extensivo” de la biodiversidad en las Galápagos, acción considerada como una violación a las leyes nacionales y un ataque a la soberanía ecuatoriana. En el segundo, Edward Hammond incursiona en un caso paradigmático sobre cómo se han conseguido informaciones y patentes sobre diversos tipos de tomate, lo que, según él, representa una suerte de regalo sudamericano para los gigantes agroquímicos. Isabel Delgado, en tercer lugar, se adentra en el terreno de la biopiratería como una práctica mediante la cual investigadores o empresas utilizan ilegalmente la biodiversidad de países empobrecidos y los conocimientos colectivos de los pueblos indígenas o campesinos, para explotarlos comercial e industrialmente sin la autorización de sus verdaderos creadores o innovadores: las comunidades ancestrales. El cuarto aporte, el mismo Edward Hammond demuestra cómo el sistema de vigilancia global de la Organización Mundial de la Salud (OMS) actúa como colector gratuito de virus, y cómo su departamento de investigación aporta conocimientos a los fabricantes de vacunas más grandes del mundo sin brindar mayores beneficios a los países subdesarrollados, que tienen muy poca disponibilidad de estas vacunas.
Japhy Wilson, Manuel Bayón y Henar Diez analizan los alcances de Ikiam, una universidad en la Amazonía ecuatoriana que está en línea con el proceso de modernización tecnocrática del capitalismo que lleva adelante el Gobierno de Correa. Este centro de educación superior ha sido planificado como un espacio de investigación y enseñanza, que tendría como objetivo exportar secuencias genéticas y otras formas de conocimiento a partir del aprovechamiento de la biotecnología. Lo que se pretende es catalizar lo que el régimen considera será un gran cambio de la economía nacional desde los “recursos finitos” a los “recursos infinitos”. Esto representaría, en palabras de los autores, “la fantasía nacional de la competitividad sistémica basada en el bioconocimiento”. En realidad, “la verdadera función económica de Ikiam puede consistir en su contribución a la expansión de la frontera extractiva. Como otras utopías de forma espacial, Ikiam amenaza entonces con combinar la materialización de una ideología utópica con la reproducción de las relaciones sociales que se está tratando de superar”.
Finalmente, este capítulo de ejemplos concretos lo cierra Andrés Barreda, un conocedor profundo de estas cuestiones. Introduce la biopiratería en México, como uno de los casos paradigmáticos de este saqueo sistemático de saberes y conocimientos. Y lo hace describiendo un proceso que arrancó con la primera patente permitida por la Corte Suprema de los Estados Unidos, en 1940, de una rosa híbrida. Luego describe el boom de la biotecnología, de manos de grandes consorcios transnacionales para, a continuación, preguntarse quiénes son y cómo actúan los biopiratas en el mundo contemporáneo. Y concluye con una aseveración que no puede caer en saco roto: “la mayor parte de los conocimientos productivos y reproductivos de los pueblos y culturas indígenas del mundo, culturas que, por esta misma dinámica de globalización y privatización comercial, se encuentran en estado de liquidación.”
Cerramos el libro, que está editado de manera muy prolija, con un análisis sobre los conocimientos ancestrales en riesgo dentro de la lógica de los TLC.
Elizabeth Bravo explica como un TLC puede transformar esos conocimientos en objeto de la biopiratería.
Finalmente, Lorenzo Muelas, líder indígena colombiano, con esa sencillez y profundidad propia de quien realmente conoce del tema, nos dice que las semillas transgénicas atan la
identidad cultural; fueron creadas para esclavizarnos. Para nosotros, los guambianos, las semillas no sirven solamente para nuestro sustento, para nuestra alimentación y para nuestro vestir. Ellas tienen un papel importante en la comunicación con nuestros antepasados y con el mundo espiritual. Tienen un valor simbólico importante, como ofrenda para los espíritus que están en lo alto de las montañas y en los lagos.

Nosotros hemos probado nuestras semillas por miles de años. Si se quiere ver las semillas solo como algo económico, yo le puedo garantizar que nuestras semillas son muy buenas y resistentes. Pero esa es la visión de los capitalistas. Para nosotros, nuestras semillas no pueden ser reducidas a lo económico.
En este punto emerge con fuerza la necesidad de dar paso a la búsqueda de alternativas a estas lógicas mercantilistas. Esto parte por negar su imposición de manera categórica. Es decir, debemos buscar formas de organizar la vida fuera del mercado total, superando, además, las ideas del desarrollo convencional entendido como la realización del concepto del progreso impuesto desde hace varios siglos.
Esto necesariamente implica superar el capitalismo y sus lógicas de devastación social y ambiental. Además, nos obliga a abrir la puerta hacia el posdesarrollo y, por cierto, al  poscapitalismo. Los límites de los estilos de vida sustentados en esta visión ideológica del progreso clásico son cada vez más evidentes y preocupantes.Los recursos naturales no pueden seguir siendo asumidos como una condición para el crecimiento económico, como tampoco pueden ser un simple objeto de las políticas de desarrollo.
La Humanidad, no solo los países empobrecidos, se encuentran en una encrucijada. La promesa hecha hace más de cinco siglos en nombre del “progreso”, y “reciclada” hace más de seis décadas en nombre del “desarrollo”, no se ha cumplido. Y no se cumplirá. Precisamos construir otra civilización, en donde, para empezar, la Naturaleza no sea la víctima de la mercantilización y la piratería.
Debemos evitar la biopiratería y el biocolonialismo en todas sus formas, si no queremos que la historia nos juzgue como a aquellas personas y pueblos que no supieron combatir a los colonizadores y piratas de antaño.
Referencias bibliográficas
- Correa, Rafael (2006). El sofisma del libre comercio. En Acosta, Alberto; Falconí, Fander; Jácome, Hugo y Ramírez, René. El rostro oculto del TLC. Quito: Abya-Yala.
- Martínez Alier, Joan (2012 diciembre 14). Biopiratería: una palabra que triunfa. La Jornada, México. Recuperado de: http://www.jornadaunam.mx/2012/12/14/opinion/018a1pol
- Tortosa, José María (2011). Maldesarrollo y mal vivir - Pobreza y violencia a escala mundial. En Acosta, Alberto y Martínez, Esperanza (eds.) Serie Debate Constituyente. Quito: Abya-Yala.
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Fuente: Biodiversidad en América Latina y el Caribe: http://www.biodiversidadla.org/Principal/Secciones/Documentos/Biopirateria_La_biodiversidad_y_los_conocimientos_ancestrales_en_la_mira_del_capital

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