Por Efraín Jaramillo Jaramillo*
- Hace un par de semanas recibí la propuesta de una revista española de escribir unas notas sobre los indígenas colombianos y el rol que desempeñaban sus organizaciones y sus dirigentes en la política colombiana en estos tiempos de incertidumbre, pues no se sabe como se decantaran los acuerdos de paz y como se afectarán a los territorios indígenas. Rechacé la oferta argumentando falta de tiempo y dando un par de nombres de analistas de la problemática étnica, que podrían hacer esto mejor que yo. Recibí como comentario que precisamente esas personas habían sugerido mi nombre para esta labor. Este halago era suficiente motivación para tratar de hacer una lectura de lo que sucede en política con las organizaciones indígenas. No obstante decliné el ofrecimiento dando la razón de mi dificultad para tratar el tema, pues mis opiniones causaban malestar en un liderazgo que se sentía afectado por mis comentarios críticos. Claro que las personas que propusieron mi nombre tampoco gozaban del afecto de los líderes indígenas. La revista contestó que corría el riesgo de acrecentar sus malquerientes. La historia no tuvo un buen final. Si bien me giraron los honorarios, el artículo no se publicó, entre otras cosas, porque el editor —un hombre inteligente— sugirió hacer cambios que yo no compartí. El artículo reposa en mi escritorio desde hace varias semanas y como no quiero que duerma el sueño de los justos, decidí ponerlo a circular entre los amigos; con el consentimiento de la revista, naturalmente
La segunda idea se refiere a la distinción que Hannah Arendt establecía en política. Para Arendt existían dos tipos de verdades políticas: las verdades de hecho y las verdades de opinión. Las verdades de hecho son realidades que no se pueden refutar; son hechos, y como tales no se pueden desconocer sin falsear la realidad. Mientras que las verdades de opinión son variables y cambiantes, lo que depende del sujeto que las emite (2). Decir por ejemplo que los colombianos son la gente más feliz mundo, es una verdad de opinión. Decir en cambio que una quinta parte de los colombianos vive en la pobreza y que como producto de la violencia hay cerca de 6 millones de desplazados internos, son verdades de hecho. Otro ejemplo: Decir que Nicolás Maduro es un excelente jefe de Estado es una verdad de opinión. Pero decir que en Venezuela se impide el libre ejercicio de la oposición al gobierno y que hay líderes políticos presos por disentir del manejo que el presidente Maduro le da a la economía, son verdades de hecho.
Los estudios de Arendt sobre los dos grandes totalitarismos del siglo XX —el Comunismo y el Nazismo—, la llevaron a concluir que era propio de las dictaduras sustituir verdades de opinión por verdades de hecho, asignándoles carácter de hecho a las opiniones. De allí que en estos regímenes cobraran importancia los servicios estatales de comunicación y propaganda, especializados en transformar simples opiniones en verdades de hecho (3). Para el caso del nazismo: la grandeza del Tercer Reich, las notables dotes intelectuales de Hitler —el líder (Führer)—, la invulnerabilidad de sus fuerzas armadas (Wehrmacht), el formidable ingenio militar de sus generales, la superioridad de la raza aria y otras apologías del régimen nazi, que tenían también por objeto relegar al terreno de la mentira el terror impuesto por el nazismo y el holocausto judío que ocasionó (4). Y Para el caso del comunismo soviético, sabemos que ese exhortado ‘paraíso en la tierra’ no era más que una verdad de opinión, pues la verdad de hecho es que fue una política de colectivización forzada de la producción agrícola (koljoses) —instituida por Lenin y llevada adelante por Stalin hasta sus últimas consecuencias—, que cobró la vida a cientos de miles de campesinos, que cargaron sobre sus hombros el costo de la programada ‘acumulación de capital’ para el desarrollo económico de la Unión Soviética.
Pero para fundar esos mundos falsos —he ahí la paradoja— los creadores de estas dos ideologías, fundamentaron sus doctrinas basándose en verdades de hecho. En el caso ruso, los altos costos de la construcción de la línea férrea transiberiana y la debacle económica que trajo la primera guerra mundial, que habían ocasionado tal empobrecimiento de la población, que condujo a los levantamientos de octubre liderados por los bolcheviques. Para el caso alemán fue también la situación de miseria de la población, como resultado del tratado de Versalles que obligaba a Alemania a pagar los altos costos de la primera guerra, la principal causa del descontento popular. Bajo esas circunstancias no fue difícil para el partido bolchevique de Lenin y para el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán de Hitler, canalizar el descontento popular y alzarse con el poder. Aquí se encuentra entonces el meollo del asunto: para construir una gran mentira, los líderes populistas tienen que basarse en realidades, en verdades de hecho, pues con base en mentiras la población toma distancia de esos partidos (5). Claro que hay casos que se apartan de la regla, como el de Donald Trump, ya que no es común que un populista logre con espectaculares mentiras y majaderías cautivar la atención de tantos estadounidenses.
Es en países con desigualdades sociales, violencia y miseria, como Colombia, donde políticos populistas tienen grandes éxitos. No necesitan decir mentiras para conseguir el apoyo de la población. Solo les basta mostrar la situación —decir verdades de hecho— para asegurarse el favoritismo de la población. Este fue el caso de Álvaro Uribe que basó su campaña a la presidencia en la necesidad de seguridad que experimentaba una sociedad, cuyo país se descomponía por una situación generalizada de violencia —conflicto armado, masacres, narcotráfico, violencia política, desplazamientos de población, extorsiones, desapariciones, secuestros, violencia común—. No obstante esta verdad que nos presentaba Uribe, estaba al servicio de una gran mentira: la creación de un Estado autoritario fundamentado en un arcaico patronalismo agrario y empresarial que llevó al desmantelamiento de las instituciones democráticas, la fragmentación de la sociedad, la pérdida de convivencia ciudadana y a un aumento exorbitante de la corrupción que penetró todas las esferas de la sociedad, incluyendo gremios, partidos políticos y organizaciones sociales.
Pero se preguntarán ustedes ¿y qué tiene que ver todo esto con las organizaciones indígenas y sus liderazgos? A mi parecer mucho: producto de la situación de violencia vivida por las comunidades indígenas, es ostensible el debilitamiento —en muchos casos pérdida— de referentes culturales propios alrededor del territorio, la vida comunitaria, la sacralidad de la naturaleza, la conservación de elementos básicos de su entorno como la tierra, el agua, los bosques —que brindan protección a la comida, a las semillas, garantizando la soberanía alimentaria—, el respeto por las otras especies…, en fin, todo aquello que se relaciona con lo que en el pensamiento quechua se denomina Sumak Kawsay —buen vivir—. Este debilitamiento ha colocado a varios pueblos indígenas en la senda del ocaso, ya que estos referentes culturales propios son dispositivos que actúan como “fuerzas centrípetas” que fijan a la población a un lugar determinado, que no es otro que el territorio propio.
A esta caida de referentes culturales ancestrales, corresponde también una asunción de valores de Occidente, más concretamente de su sistema mercantil, que crean la falsa idea de que el bienestar y la felicidad se alcanzan atesorando riquezas y acumulando bienes de forma individual; decimos “falsa”, pues es una ruta que termina creando diferencias y desigualdades en las comunidades que alteran el orden comunitario y las decisiones colectivas, aquello que los indígenas sudafricanos denominan Ubuntu —“soy porque somos”—. Estos valores operan sobre las comunidades como “fuerzas centrífugas” que compelen a la población a menospreciar lo propio y a abandonar el territorio. Son fuerzas que conducen al desarraigo territorial, degradan culturalmente y empobrecen la vida de los pueblos indígenas.
Siendo comedidos con las reflexiones políticas de Luxemburg y Arendt para analizar lo que sucede con las dirigencias indígenas, podemos inferir que si bien es cierto existe voluntad y esmero en algunos dirigentes por sacar adelante los proyectos de vida de sus comunidades y por potenciar la resistencia que ofrecen sus pueblos para no dejarse arrebatar sus logros políticos y económicos, también se observa como esas fuerzas centrífugas actúan sobre las comunidades, con el consentimiento de algunos dirigentes —desafortunadamente no pocos— que se lucran de las mieses —lo que ahora llaman “mermelada”— que ofrece el sistema para torcer la voluntad y rebeldía que caracerizaba al movimiento indígena de hace unas décadas. El recibir recursos a granel del Estado, sin un Norte claro —dudosos proyectos de desarrollo (6)— ha provocado la descomposición de líderes indígenas, que han usufructuado para su propio provecho estos beneficios. Cuando el Estado intuye que la “paciencia” de los líderes llega a su fin y amenazan con hacer estallar la ‘paz social’ que el Estado “acuerda” con ellos —a espaldas de las organizaciones—, siempre se encuentra una válvula de escape para bajar la presión a la inconformidad y a la protesta. Este puede ser el caso —por demás aberrante— de la compra de una moderna finca cafetera con recursos del Ministerio de Agricultura, agenciada por un líder indígena Chamí para “ampliar” su resguardo indígena ‘Hermenegildo Chaquiama’ de ciudad Bolívar (Antioquia) y desarrollar proyectos productivos; decimos “aberrante” pues para la compra de esta moderna finca cafetera (de sólo 40 hectáreas) (7) y financiación de proyectos productivos, el Estado desembolsó nada menos que 5.000 millones de pesos. Pero hay otros ejemplos del manejo unipersonal de recursos indígenas obtenidos del Estado, parte de ellos para promover líderes a los cuerpos colegiados del Estado (Senado, Cámara, Asambleas) y puestos directivos de las organizaciones indígenas. Todo esto sucede con la complacencia de reconocidos líderes indígenas, incluyendo senadores, que en este caso miran a un lado y no se dan por enterados, dando la impresión de que existiese un pacto de silencio para no ensuciar el nido.
La verdad de opinión es que el gobierno le está cumpliendo a los pueblos indígenas, pero la verdad de hecho es que está haciendo arreglos con algunos dirigentes, para evitar que las organizaciones indígenas desentierren las hachas de guerra. La pregunta del momento es que hasta cuándo los líderes honestos, que también tienen las organizaciones, decidirán destapar esa “verdad de las mentiras” para abandonar ese mundo falso que está reventando a las organizaciones indígenas. Pues sólo cuando las verdades de hecho son expresadas sin ambigüedades, las mentiras quedarán al descubierto. Esa es la única forma de derrotar la inmoralidad política. Los líderes honestos deben entonces vencer el pudor a decir la verdad. Ese es el comienzo del cambio para insuflarle nuevos aires a las organizaciones indígenas para concluir el proceso de descolonización que se emprendió hace 45 años con la fundación del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), y se puedan detener —quizás revertir — los procesos que mercantilizan los territorios, la “madre tierra” que llaman los indígenas.
Estoy convencido que este sería el camino que emprenderían Kimy, Cristóbal, Álvaro y todos aquellos que nos enseñaron que la dignidad de los pueblos no tiene precio. Y por ello ofrendaron sus vidas.
(2) “Cada uno tiene derecho a tener su propia opinión, pero no a sus propios hechos” decía el político estadounidense Patrick Moynihan. Citado por Mauricio Botero Caicedo (El Espectador 20.3.2016).
(3) A Göbbels, ministro del Reich para la Propaganda se le atribuye la frase de que “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad…”
(4) Aún hoy hay movimientos de derecha pronazi que niegan el holocausto judío.
(5) Como Hannah Arendt comenta en su libro sobre la violencia, Lenin después de haber elogiado a los campesinos y a los soviets (¡Toda la tierra para los campesinos! ¡Todo el poder para los soviets!), los consideraba poderes transitorios para derrocar el régimen zarista, pues lo que verdaderamente importaba era la dictadura del proletariado para la construcción del socialismo.
(6) Hace poco supimos en Quibdó, que líderes indígenas habían propuesto para desarrollar a las comunidades embera del Alto Andágueda implementar el cultivo de 1.000 hectáreas de cacao y construir una carretera para desembotellar la región. Una propuesta descabellada, pues esta no es tierra apta para el cacao, en una región donde no hay tradición para cultivos de plantación; y la propuesta de carretera, sería la brecha para la colonización minera.
(7) Conocedores de las prácticas económicas indígenas, nos mencionaban que el manejo del café requiere muchos años de experiencia, que estos indígenas no tienen. La pregunta que se hacen es que seguro se perderá la costosa infraestructura moderna (beneficiaderos) para el tratamiento del café. Con ese dinero se hubieran podido adquirir 10 veces más hectáreas en las cabeceras del resguardo.
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* Efraín Jaramillo Jaramillo es antropólogo colombiano, director del Colectivo de Trabajo Jenzerá, un grupo interdisciplinario e interétnico que se creó a finales del siglo pasado para luchar por los derechos de los embera katío, vulnerados por la empresa Urra S.A. El nombre Jenzerá, que en lengua embera significa hormiga fue dado a este colectivo por el desaparecido Kimy Pernía.
- Hace un par de semanas recibí la propuesta de una revista española de escribir unas notas sobre los indígenas colombianos y el rol que desempeñaban sus organizaciones y sus dirigentes en la política colombiana en estos tiempos de incertidumbre, pues no se sabe como se decantaran los acuerdos de paz y como se afectarán a los territorios indígenas. Rechacé la oferta argumentando falta de tiempo y dando un par de nombres de analistas de la problemática étnica, que podrían hacer esto mejor que yo. Recibí como comentario que precisamente esas personas habían sugerido mi nombre para esta labor. Este halago era suficiente motivación para tratar de hacer una lectura de lo que sucede en política con las organizaciones indígenas. No obstante decliné el ofrecimiento dando la razón de mi dificultad para tratar el tema, pues mis opiniones causaban malestar en un liderazgo que se sentía afectado por mis comentarios críticos. Claro que las personas que propusieron mi nombre tampoco gozaban del afecto de los líderes indígenas. La revista contestó que corría el riesgo de acrecentar sus malquerientes. La historia no tuvo un buen final. Si bien me giraron los honorarios, el artículo no se publicó, entre otras cosas, porque el editor —un hombre inteligente— sugirió hacer cambios que yo no compartí. El artículo reposa en mi escritorio desde hace varias semanas y como no quiero que duerma el sueño de los justos, decidí ponerlo a circular entre los amigos; con el consentimiento de la revista, naturalmente
“Era costumbre introducida por este príncipe y su gobierno..., que después de que la corte decretara una ejecución cruel, o bien para satisfacer el resentimiento del monarca o la maldad de algún favorito, el emperador siempre pronunciaba un discurso a todo el Consejo, subrayando su gran benevolencia y ternura, cualidades éstas universalmente reconocidas y proclamadas. Este discurso era inmediatamente publicado en todo el reino. Nada aterraba tanto al pueblo como estos encomios a la misericordia de Su Majestad, pues se había observado que cuanto más aumentaban estas alabanzas y se insistía en ellas, más inhumanos eran los castigos y más inocentes las víctimas”. Jonathan Swift (Los Viajes de Gulliver)Me parece útil para desarrollar estas notas, mencionar dos reflexiones que para mí y muchos de mi generación han sido aleccionadoras para orientar juicios en política. La primera tiene que ver con la advertencia que hacía Rosa Luxemburgo a aquellos compañeros de ruta suyos —los espartaquistas— que juzgaban que en política todo valía, si el objetivo político así lo ameritaba. Les decía Luxemburgo que “…no deben olvidar … que la historia no se hace sin grandeza de espíritu, sin una elevada moral, sin nobles gestos.” Hoy los colombianos hemos constatado con aflicción que la aplicación en política del aforismo —atribuido a Maquiavelo— de que ‘el fin justifica los medios’, condujo a que sectores de la izquierda revolucionaria pusieran en práctica todas las formas de lucha para la toma del poder; una fórmula criminal que además de haberle acarreado muchos daños al país por el desarrollo sanguinario que alcanzó, también fue practicada por el Estado y sus clases gobernantes (1) con la creación de grupos paramilitares que regaron de sangre al campo colombiano.
La segunda idea se refiere a la distinción que Hannah Arendt establecía en política. Para Arendt existían dos tipos de verdades políticas: las verdades de hecho y las verdades de opinión. Las verdades de hecho son realidades que no se pueden refutar; son hechos, y como tales no se pueden desconocer sin falsear la realidad. Mientras que las verdades de opinión son variables y cambiantes, lo que depende del sujeto que las emite (2). Decir por ejemplo que los colombianos son la gente más feliz mundo, es una verdad de opinión. Decir en cambio que una quinta parte de los colombianos vive en la pobreza y que como producto de la violencia hay cerca de 6 millones de desplazados internos, son verdades de hecho. Otro ejemplo: Decir que Nicolás Maduro es un excelente jefe de Estado es una verdad de opinión. Pero decir que en Venezuela se impide el libre ejercicio de la oposición al gobierno y que hay líderes políticos presos por disentir del manejo que el presidente Maduro le da a la economía, son verdades de hecho.
Los estudios de Arendt sobre los dos grandes totalitarismos del siglo XX —el Comunismo y el Nazismo—, la llevaron a concluir que era propio de las dictaduras sustituir verdades de opinión por verdades de hecho, asignándoles carácter de hecho a las opiniones. De allí que en estos regímenes cobraran importancia los servicios estatales de comunicación y propaganda, especializados en transformar simples opiniones en verdades de hecho (3). Para el caso del nazismo: la grandeza del Tercer Reich, las notables dotes intelectuales de Hitler —el líder (Führer)—, la invulnerabilidad de sus fuerzas armadas (Wehrmacht), el formidable ingenio militar de sus generales, la superioridad de la raza aria y otras apologías del régimen nazi, que tenían también por objeto relegar al terreno de la mentira el terror impuesto por el nazismo y el holocausto judío que ocasionó (4). Y Para el caso del comunismo soviético, sabemos que ese exhortado ‘paraíso en la tierra’ no era más que una verdad de opinión, pues la verdad de hecho es que fue una política de colectivización forzada de la producción agrícola (koljoses) —instituida por Lenin y llevada adelante por Stalin hasta sus últimas consecuencias—, que cobró la vida a cientos de miles de campesinos, que cargaron sobre sus hombros el costo de la programada ‘acumulación de capital’ para el desarrollo económico de la Unión Soviética.
Pero para fundar esos mundos falsos —he ahí la paradoja— los creadores de estas dos ideologías, fundamentaron sus doctrinas basándose en verdades de hecho. En el caso ruso, los altos costos de la construcción de la línea férrea transiberiana y la debacle económica que trajo la primera guerra mundial, que habían ocasionado tal empobrecimiento de la población, que condujo a los levantamientos de octubre liderados por los bolcheviques. Para el caso alemán fue también la situación de miseria de la población, como resultado del tratado de Versalles que obligaba a Alemania a pagar los altos costos de la primera guerra, la principal causa del descontento popular. Bajo esas circunstancias no fue difícil para el partido bolchevique de Lenin y para el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán de Hitler, canalizar el descontento popular y alzarse con el poder. Aquí se encuentra entonces el meollo del asunto: para construir una gran mentira, los líderes populistas tienen que basarse en realidades, en verdades de hecho, pues con base en mentiras la población toma distancia de esos partidos (5). Claro que hay casos que se apartan de la regla, como el de Donald Trump, ya que no es común que un populista logre con espectaculares mentiras y majaderías cautivar la atención de tantos estadounidenses.
Es en países con desigualdades sociales, violencia y miseria, como Colombia, donde políticos populistas tienen grandes éxitos. No necesitan decir mentiras para conseguir el apoyo de la población. Solo les basta mostrar la situación —decir verdades de hecho— para asegurarse el favoritismo de la población. Este fue el caso de Álvaro Uribe que basó su campaña a la presidencia en la necesidad de seguridad que experimentaba una sociedad, cuyo país se descomponía por una situación generalizada de violencia —conflicto armado, masacres, narcotráfico, violencia política, desplazamientos de población, extorsiones, desapariciones, secuestros, violencia común—. No obstante esta verdad que nos presentaba Uribe, estaba al servicio de una gran mentira: la creación de un Estado autoritario fundamentado en un arcaico patronalismo agrario y empresarial que llevó al desmantelamiento de las instituciones democráticas, la fragmentación de la sociedad, la pérdida de convivencia ciudadana y a un aumento exorbitante de la corrupción que penetró todas las esferas de la sociedad, incluyendo gremios, partidos políticos y organizaciones sociales.
Pero se preguntarán ustedes ¿y qué tiene que ver todo esto con las organizaciones indígenas y sus liderazgos? A mi parecer mucho: producto de la situación de violencia vivida por las comunidades indígenas, es ostensible el debilitamiento —en muchos casos pérdida— de referentes culturales propios alrededor del territorio, la vida comunitaria, la sacralidad de la naturaleza, la conservación de elementos básicos de su entorno como la tierra, el agua, los bosques —que brindan protección a la comida, a las semillas, garantizando la soberanía alimentaria—, el respeto por las otras especies…, en fin, todo aquello que se relaciona con lo que en el pensamiento quechua se denomina Sumak Kawsay —buen vivir—. Este debilitamiento ha colocado a varios pueblos indígenas en la senda del ocaso, ya que estos referentes culturales propios son dispositivos que actúan como “fuerzas centrípetas” que fijan a la población a un lugar determinado, que no es otro que el territorio propio.
A esta caida de referentes culturales ancestrales, corresponde también una asunción de valores de Occidente, más concretamente de su sistema mercantil, que crean la falsa idea de que el bienestar y la felicidad se alcanzan atesorando riquezas y acumulando bienes de forma individual; decimos “falsa”, pues es una ruta que termina creando diferencias y desigualdades en las comunidades que alteran el orden comunitario y las decisiones colectivas, aquello que los indígenas sudafricanos denominan Ubuntu —“soy porque somos”—. Estos valores operan sobre las comunidades como “fuerzas centrífugas” que compelen a la población a menospreciar lo propio y a abandonar el territorio. Son fuerzas que conducen al desarraigo territorial, degradan culturalmente y empobrecen la vida de los pueblos indígenas.
Siendo comedidos con las reflexiones políticas de Luxemburg y Arendt para analizar lo que sucede con las dirigencias indígenas, podemos inferir que si bien es cierto existe voluntad y esmero en algunos dirigentes por sacar adelante los proyectos de vida de sus comunidades y por potenciar la resistencia que ofrecen sus pueblos para no dejarse arrebatar sus logros políticos y económicos, también se observa como esas fuerzas centrífugas actúan sobre las comunidades, con el consentimiento de algunos dirigentes —desafortunadamente no pocos— que se lucran de las mieses —lo que ahora llaman “mermelada”— que ofrece el sistema para torcer la voluntad y rebeldía que caracerizaba al movimiento indígena de hace unas décadas. El recibir recursos a granel del Estado, sin un Norte claro —dudosos proyectos de desarrollo (6)— ha provocado la descomposición de líderes indígenas, que han usufructuado para su propio provecho estos beneficios. Cuando el Estado intuye que la “paciencia” de los líderes llega a su fin y amenazan con hacer estallar la ‘paz social’ que el Estado “acuerda” con ellos —a espaldas de las organizaciones—, siempre se encuentra una válvula de escape para bajar la presión a la inconformidad y a la protesta. Este puede ser el caso —por demás aberrante— de la compra de una moderna finca cafetera con recursos del Ministerio de Agricultura, agenciada por un líder indígena Chamí para “ampliar” su resguardo indígena ‘Hermenegildo Chaquiama’ de ciudad Bolívar (Antioquia) y desarrollar proyectos productivos; decimos “aberrante” pues para la compra de esta moderna finca cafetera (de sólo 40 hectáreas) (7) y financiación de proyectos productivos, el Estado desembolsó nada menos que 5.000 millones de pesos. Pero hay otros ejemplos del manejo unipersonal de recursos indígenas obtenidos del Estado, parte de ellos para promover líderes a los cuerpos colegiados del Estado (Senado, Cámara, Asambleas) y puestos directivos de las organizaciones indígenas. Todo esto sucede con la complacencia de reconocidos líderes indígenas, incluyendo senadores, que en este caso miran a un lado y no se dan por enterados, dando la impresión de que existiese un pacto de silencio para no ensuciar el nido.
La verdad de opinión es que el gobierno le está cumpliendo a los pueblos indígenas, pero la verdad de hecho es que está haciendo arreglos con algunos dirigentes, para evitar que las organizaciones indígenas desentierren las hachas de guerra. La pregunta del momento es que hasta cuándo los líderes honestos, que también tienen las organizaciones, decidirán destapar esa “verdad de las mentiras” para abandonar ese mundo falso que está reventando a las organizaciones indígenas. Pues sólo cuando las verdades de hecho son expresadas sin ambigüedades, las mentiras quedarán al descubierto. Esa es la única forma de derrotar la inmoralidad política. Los líderes honestos deben entonces vencer el pudor a decir la verdad. Ese es el comienzo del cambio para insuflarle nuevos aires a las organizaciones indígenas para concluir el proceso de descolonización que se emprendió hace 45 años con la fundación del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), y se puedan detener —quizás revertir — los procesos que mercantilizan los territorios, la “madre tierra” que llaman los indígenas.
Estoy convencido que este sería el camino que emprenderían Kimy, Cristóbal, Álvaro y todos aquellos que nos enseñaron que la dignidad de los pueblos no tiene precio. Y por ello ofrendaron sus vidas.
Notas:
(1) Rosa Luxemburgo sería asesinada, junto con Karl Liebknecht, en Berlín el 15 de enero de1919 por los “Freicorps” —grupo paramilitar financiado por banqueros y empresarios—, días después de que fuera sofocada la llamada “Revolución de 1919” en Berlín, un levantamiento organizado por el movimiento espartaquista, que ella no aprobó.(2) “Cada uno tiene derecho a tener su propia opinión, pero no a sus propios hechos” decía el político estadounidense Patrick Moynihan. Citado por Mauricio Botero Caicedo (El Espectador 20.3.2016).
(3) A Göbbels, ministro del Reich para la Propaganda se le atribuye la frase de que “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad…”
(4) Aún hoy hay movimientos de derecha pronazi que niegan el holocausto judío.
(5) Como Hannah Arendt comenta en su libro sobre la violencia, Lenin después de haber elogiado a los campesinos y a los soviets (¡Toda la tierra para los campesinos! ¡Todo el poder para los soviets!), los consideraba poderes transitorios para derrocar el régimen zarista, pues lo que verdaderamente importaba era la dictadura del proletariado para la construcción del socialismo.
(6) Hace poco supimos en Quibdó, que líderes indígenas habían propuesto para desarrollar a las comunidades embera del Alto Andágueda implementar el cultivo de 1.000 hectáreas de cacao y construir una carretera para desembotellar la región. Una propuesta descabellada, pues esta no es tierra apta para el cacao, en una región donde no hay tradición para cultivos de plantación; y la propuesta de carretera, sería la brecha para la colonización minera.
(7) Conocedores de las prácticas económicas indígenas, nos mencionaban que el manejo del café requiere muchos años de experiencia, que estos indígenas no tienen. La pregunta que se hacen es que seguro se perderá la costosa infraestructura moderna (beneficiaderos) para el tratamiento del café. Con ese dinero se hubieran podido adquirir 10 veces más hectáreas en las cabeceras del resguardo.
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* Efraín Jaramillo Jaramillo es antropólogo colombiano, director del Colectivo de Trabajo Jenzerá, un grupo interdisciplinario e interétnico que se creó a finales del siglo pasado para luchar por los derechos de los embera katío, vulnerados por la empresa Urra S.A. El nombre Jenzerá, que en lengua embera significa hormiga fue dado a este colectivo por el desaparecido Kimy Pernía.
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